He estado almorzando en un restaurante de “menú” que conozco de hace años. A unos cuarenta kilómetros de Barcelona. En el Vallés oriental. El dueño me cuenta que la situación, lejos de mejorar, empeora. Las empresas siguen desapareciendo. Hace poco le tocó a una dedicada a la fabricación de placas fotovoltaicas. La nueva política gubernamental ha llevado al cierre a muchas de ellas. Ésta contaba con más de cien operarios. En otras épocas había llegado a cubrir tres turnos para atender a la creciente cartera de pedidos. Ahora todos los trabajadores se han ido a casa y la empresa ha presentado concurso de acreedores. Un desastre. También se han producido circunstancias semejantes en industrias de otros sectores. Las de logística, por ejemplo, muy frecuentes en la zona limítrofe con la autopista a La Junquera. Lo peor concluye, son los problemas que acucian a las pequeñas empresas. Tres, cinco, diez empleados. Reducen el personal como pueden, ante la disminución de ventas y procuran resistir. ¿Y los bancos?. Nada, asegura. El empresario que vende a noventa o ciento veinte días, está irremisiblemente perdido. No va a encontrar financiación en ningún banco.
El restaurante también ha perdido un cincuenta por ciento de la clientela. Con tantos cierres, señala, ya no vienen muchos operarios a comer. Y en los fines de semana, los almuerzos de familia, también se han reducido notablemente. “De lo que dice el gobierno sobre el final de la crisis, aquí no notamos nada”, asegura. Peor, la sangría de pérdida de puestos de trabajo sigue a diario.
¿Un ejemplo de lo que sucede en el país?. ¿Es ésta la situación general?. Puede ser. Aunque algunas zonas estén más castigadas que otras, el clima es de absoluta desesperanza.
Es lo que hay.
Y no se ve la luz.